Por Dany Wilde
La economía sigue rindiendo a favor de una selecta minoría y en contra de una mayoría empoderada, desconcertada y triste.
Desde diciembre de 2015 da miedo despertarse. Todos los días una mala noticia. El sinceramiento de precios, la normalización de tarifas y la vuelta al primer mundo hicieron trizas la alegría popular.
Eufemismo mediante, el poder real con la cara visible de Cambiemos concentra cada día mayor riqueza. La inequidad es moneda corriente y las malas noticias desmoralizan a una clase media en vías de extinción. La clase baja ha perecido, o sea pobreza cero según el líder de la derecha vernácula.
El argentino no se dio cuenta pero estamos retrocediendo al pre peronismo. Aquellos antiguos tiempos de vacas gordas y derechos flacos. Años de escaleras blancas y sudor negro. Épocas de Buenos Aires potencia e interior hambriento. Tiempos de injusticia diaria donde el pobre decoraba la escenografía de una oligarquía feliz y corrupta. Eran los años locos, los infames, los sin derecho alguno, donde la única diferencia entre un esclavo y un trabajador era que el esclavo era bien tratado.
De a poco estamos arribando a esa época. La actualidad nos marca el retroceso. Hoy el gobierno se transformó en una plutocracia, donde el pobre sobra, el medio es saqueado y el rico ríe. El caldo de cultivo para una reiteración del 17 de octubre se está formando. A pesar de la injusticia constante, la oposición legislativa y gremial dormita. Entonces cabe preguntarse, ¿Se hacen los dormidos ciertos dirigentes por una paga o realmente creen que es una pesadilla y no saben cómo despertar?
El problema sabemos cuál es y también conocemos la solución, el tema es cuando aplicarlo y donde realizarlo. En principio, uno debe recordar a los pensadores nacionales y como vieron y describieron el 17 de octubre. Maximiliano Molocznik explica la visión de Juan José Hernández Arregui y lo cita: “Aquellos desheredados de la tierra estaban allí, con la vieja Argentina, llenando la historia de un día famoso. Multitudes grises avanzan como un torrente de plomo derretido, lento, grave, concentradas en su destino. Se volcaban por las calles que unían las barriadas proletarias con la ciudad. Desde todos los puntos y desde todos los suburbios, aquella multitud avanzaba pesada, incontenible e inmensa. Las chaquetas de trabajo, brillosas de grasa, los gestos duros y desafiantes frente a la traición de la oligarquía, de los partidos, de los magistrados, de los diarios. Por primera vez ese pueblo inaudible amasado en la tierra y el sufrimiento sin protestas, tomaba en sus manos encallecidas la historia y la convertía en la presencia cierta de una revolución que hacía temblar a su paso las avenidas apacibles de la ciudad y los corazones de aquellos que asistían, tras las celosías de los edificios cerrados, al crecimiento de la manifestación gigantesca y silenciosa como una gran amenaza. A caballo unos, en bicicletas o en camiones otros, a pie los mas, aquella muchedumbre abigarrada reconociéndose en la decisión multitudinaria marchaba como un sonámbulo invulnerable y seguro en una sola dirección, fija la mirada colectiva como una gran pupila dilatada, en la imagen del hombre que había hablado el lenguaje del pueblo, y a quien ese pueblo le devolvía la dignidad recuperada con la voluntad de morir por su rescate. Por eso es una fecha odiada por la oligarquía. Y una certeza. La certeza de que la conciencia nacional que ella como clase asfixió está eterna por siempre en el pueblo. En las masas se subvirtió la historia. En las masas, analfabetas, porque así la oligarquía lo había querido, como parte de su historia, como clase anti nacional”.