OpiniónSociedad

El alto costo de la ignorancia: Una deuda interna

Francisco Manuel Silva

La Constitución Nacional del año 1853 consagró en su artículo 14, el derecho de enseñar y
aprender, y en el artículo 19, que las provincias garanticen los principios de gratuidad y
equidad de la educación pública estatal y la autonomía y autarquía de las universidades
nacionales.

El espacio temporal que acontece entre 1880 y 1930 es considerado de gran importancia en la
historia de la República Argentina, al ser el período en el que se construyó la nación y junto a
ella, la creación de una identidad nacional, la integración del pueblo, y su educación para
alcanzarla.

El grupo de intelectuales y políticos conocido como La Generación del 80 se caracterizó por
tener una fuerte influencia del Imperio británico y la Ilustración francesa, y desarrolló una
visión que buscó limitar la influencia de la Iglesia en varios órdenes, principalmente a través de
leyes modernas sobre matrimonio, registro de las personas y la educación.

En 1882 se desarrolló en Buenos Aires el Primer Congreso Pedagógico Internacional. En ese
concilio, en el que participaron especialistas locales e internacionales del continente
americano, estaban depositadas las máximas expectativas del gobierno en relación a la
construcción de un sistema educativo que funcionara como uno de los basamentos esenciales
de esa estructura estatal-nacional que se esperaba consolidar.

Los temas discutidos incluyeron la libertad de enseñanza, el lugar que le cabía al Estado en la
educación de los niños y la presencia de la religión en la educación pública. A partir de sus
debates y resoluciones se sentaron las bases de la educación argentina, plasmadas en la Ley
1420 de 1884. Allí se establece que la “instrucción primaria debe ser obligatoria, gratuita,
gradual y dada conforme a los preceptos de la higiene” (Artículo 2) y que “la enseñanza
religiosa solo podrá ser dada en las escuelas públicas por los ministros autorizados de los
diferentes cultos, a los niños de su respectiva comunión, y antes o después de las horas de
clase” (Artículo 8).

Manuel Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano ha sido uno de nuestros próceres que más se
ha ocupado por fomentar la educación. El creador de la Bandera propuso que los niños
aprendan las primeras letras, conocimientos matemáticos básicos junto con el catecismo, para
luego ser admitidos por los llamados maestros menestrales o artesanos, quienes les
enseñarían su oficio, teniendo éstos la obligación de mandarlos a la Escuela de dibujo.
El General Don José de San Martín empuñó las armas para darnos la libertad y nos dejó el
mensaje de que a través de la educación, podremos conservarla. A pesar de ser un militar de
carrera, nos señaló que “la biblioteca destinada a la educación universal es más poderosa que
nuestros ejércitos”.

 

Domingo Faustino Sarmiento, y muchos otros intelectuales, educadores y hombres de bien,
concibieron a la educación popular como la gran batalla civilizatoria que era preciso librar y
ganarle a la barbarie para construir una nación moderna e integrada. Por casi un siglo, la
alfabetización fue una constante del período y a la vez una expresión del ideal de progreso que
dominó la vida pública de la nación. Esto se vio reflejado con la llegada de la gran inmigración
y la magnitud de los recursos estatales asignados a la alfabetización, como lo había
expresado Juan Bautista Alberdi en las Bases y puntos de partida para la organización
política de la República Argentina: “El tipo de nuestro hombre sudamericano debe ser el
hombre formado para vencer al grande y agobiante enemigo de nuestro progreso: el desierto,
el atraso material, la naturaleza bruta y primitiva de nuestro continente” (- XIII – La educación
no es la instrucción).


Desde ese tiempo a la actualidad, mucha agua corrió bajo el puente de la educación. Desde
fines del siglo XIX hasta las décadas de 1960/1970, la escuela fue esencial para mejorar la
calidad laboral de los argentinos para convertirlos en ciudadanos. Los que tuvimos la suerte
de vivir esa época del siglo XX de la mano de una educación pública de excelencia, de transitar
las aulas de una escuela primaria que fue verdaderamente nuestro segundo hogar, y del
glorioso Hipólito Vieytes en el secundario, nos sentimos realmente privilegiados. Privilegiados
por haber egresado con una cultura general que nos abrió las puertas al mercado laboral y nos
brindó las herramientas necesarias para rendir el ingreso a la Universidad. Fue en esos tiempos
cuando decidí que iba a estudiar Historia. La educación fue el punto de encuentro entre la
sociedad, la cultura, el trabajo, las artes y la política.

Pero ¿qué nos pasó a los argentinos? En las últimas tres décadas, la decadencia del Estado o su
casi destrucción, fue acompañada por el empobrecimiento y la polarización de la sociedad, así
como por la desarticulación de sus instituciones, siendo la falta de educación de sus habitantes
el mayor lastre que arrastra una nación. La tarea de educar es impostergable y mientras más
se demora un país en educar, más rezagada va a estar en su integración al mundo en el siglo
XXI. Para que se entienda, el populismo nada como pez en el agua con un pueblo sin
educación. Para los que no saben que es populismo, según la Real Academia Española, es una
“tendencia política que pretende atraerse a las clases populares”. Populismo es pobreza,
analfabetos, esclavos, planes sociales, justicia adicta, clientelismo, corrupción desenfrenada
y más y más pobres.

A diferencia de la educación popular, la educación populista no busca transformar una
sociedad, su estructura y relaciones, sino todo lo contrario. La educación populista no da,
quita. Quita educación a cambio de concesiones coyunturales con el fin de preservar el poder y
la hegemonía política de una dirigencia antipolítica.
La ignorancia es mucho más costosa que el conocimiento. Y por ignorancia, en este país no
somos capaces de producir muchos bienes de capital, día a día cierran PyMEs e industrias a
causa de una economía devastada, por esto tenemos que importar la mayoría de los aparatos
electrónicos, equipamiento médico y medicamentos, maquinarias, etc. Y los gremios docentes,
como el resto del sindicalismo argentino, después de haber hibernado durante cuatro años,
súbitamente despertaron del letargo kirchnerista y convocaron a un paro de actividades para
el primer día de clases del flamante gobierno no peronista. La ignorancia nos está costando

muy cara y se están evidenciando las consecuencias de no haber puesto la suficiente
atención e importancia a la educación. Nos estancamos en el otrora país agroexportador y
granero del mundo, por demás devaluado.
El ex presidente de la Universidad de Harvard entre 1971 y 1991, Derek Bok, fue el autor de un
famoso pensamiento: “Si crees que la educación es costosa, prueba con la ignorancia”. Tanta
ignorancia ha dado lugar a graves disfuncionalidades, como el aumento de la inseguridad,
intolerancia, femicidios, pérdida de valores como el respeto y la dignidad, vacunatorios Vip y
decrepitud educativa, entre otros. El poeta y dramaturgo alemán, Johann Goethe, supo decir:
“No hay espectáculo más terrible que la ignorancia en acción”.

El populismo que supimos resucitar disfrazado de nacional y popular no es democracia,
tampoco un sistema político, sino el ensalzamiento al exceso y al cortoplacismo, la convicción
de tener derecho a la gratuidad de determinados bienes y el abandono de la educación como
formadora a mediano y largo plazo, el asistencialismo estatal y la infaltable corrupción.
Inmediatamente estos síntomas se reflejan en la educación: impone planes de estudio
orientados a trasmitir una mirada parcial de la realidad para inculcar la división en la sociedad;
elimina las calificaciones y motivaciones tendientes a premiar el esfuerzo; reniega del
talento, siguen el adoctrinamiento con “maestres” militantes, con más planes sociales, con
las cárceles abiertas y las aulas cerradas. Así, manipulan a su antojo. Así, dominan. Así, se
eternizan. Así, los analfabetos funcionales votan populismo.

De este modo, se sacrifica una política seria basada en subsidios transitorios a ciertos sectores
para permitir su desarrollo o dar herramientas para fomentar la cultura del trabajo y en su
lugar, se imponen planes que buscan perpetuar el desempleo con la pretendida justificación
de atacar la desigualdad o favorecer a quienes menos tienen. Con esa política, el subsidio se
convierte en asistencialismo cuyo objetivo es distribuir fondos con fines electorales para
mantener a la población como rehén de un sistema perverso. Es más fácil cobrar un plan
social, traer más hijos al mundo y seguir cobrando asignaciones que trabajar. Se destruyó la
cultura del trabajo y se fomentó la de la vagancia, la delincuencia, el piquete y la animosidad
contra la empresa, la educación y el que piensa distinto. Fácil, en nuestro país, ya contamos
con tres generaciones de planeros, los que serán muy difíciles de reinsertar en el mercado
laboral, porque son hijos del populismo.

¿Podremos ver la cura de esta nueva pandemia algún día? ¿En cuántas cuotas tendremos que
pagar el alto costo de la ignorancia? Los que peinamos canas y tuvimos una educación de
excelencia, le transmitimos valores a nuestros hijos y que ahora subsistimos con una magra
jubilación, ¿llegaremos a ver renacer nuestra nación?

Este es el desafío que tienen por delante el nuevo gobierno y las distintas legislaturas. Y
nosotros, a través del sufragio, tenemos la libertad de cuidar el rumbo de nuestro país y
contribuir al proceso democrático acompañando las buenas decisiones. Porque, ¡¡mucho ojo!!
Es tan peligroso el populismo de izquierda como el de derecha.
¡¡”Ayy, Patria mía”!!

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