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Crónicas: El Tren

Por Luisa Lane.

Ocho vagones celestes y blanco con olor nuevo contienen los restos que transporta  un país viejo, triste y casi vencido. Cada diez  minutos  se abren las vías en Moreno para que se encamine hacia Once luego de 90 minutos. En Constitución su objetivo es sureño, en Retiro el norte marca con el Tigre su terminal. Otras líneas se suman pero todos tienen un pasajero como factor común, el pobre.

Panzas gordas desnutridas habitan y recorren los vagones con chocolates, alfajores y pañuelos a la venta aquellos que todavía tienen un resto en sus voces para poder ganarse el pan. Los demás, en silencio piden 10 centavos cuando el billete de dos pesos ya no tiene valor.  Estampitas y canciones  a capella son sus herramientas para obtener el silencio del  estómago. Esa parte del aparato digestivo completo en  harinas, quizás una hamburguesa pero jamás un plato caliente.

Compitiendo en el campo del pobrerío, algunos morenos de esa Argentina americana que sostiene en forma inconsciente un gobierno blanco y discriminador luchan ese espacio con los recién malvenidos, los militantes de clase media. Estos recién llegan, producto de tomar un globo, confiar en una clase ajena y olvidarse de aquellos creadores otrora de su bienestar. Con la voz imitando al locutor de la tele, con la birome que no anda en la mano o con un montón de revistas viejas que ya no interesan intentan la gran hazaña, que un medio pelo  con escaso poder adquisitivo le haga una compra y le provoque una sonrisa que será la previa al combate contra el hambre.

Las estaciones ofician de pasamanos. El charango, el pañuelo y el alfajor bajan en un andén para cambiar de vagón. En ese apeadero se halla el recién desocupado con una bandeja de empanadas recién hechas y prestas a la venta. La oferta culinaria no resulta motivadora, el desocupado recién visita la calle luego de 20 años de empleo seguro. El cabecita golea en ese partido que tiene al adoquín como escenario. Como extras en esa película de fin de ciclo,  ofician el cafetero y aquel que se hacía unos centavos con el diario gratis. El diario acaba de cerrar.

El tren es mudo testigo. Por allí pasan, los pobres de carrera, la rubia recién echada del ministerio vendiendo comida casera, el chanta que te oferta la lapicera que nunca anda, el epiléptico de hace 30 años, el ciego que amplió su negocio a sordo y mudo, el guarda que mira hacia arriba mientas el rati vigila y controla más que suegra de la década del 50, el progre con su guitarra, el rapero, el laburante en busca del presentismo, la embarazada trigueña que nadie le otorga el asiento, el pibe de la calle que elige estación para dormir y el cómodo que deja el coche en su garaje y se mezcla con la realidad.

Ese es el tren, un medio de comunicación que mezcla clases sociales para mostrar una realidad obscena en pobreza bajo un gobierno moralista preocupado en aviones de bajo costo y población ídem.

Pero a esa costumbre del caballo de acero le falta  un habitante, el suicida. Ese que no se anima a tirarse del octavo piso, que el río le queda lejos y un mal día  cierra los ojos y enfrenta a un motorman con años de sicólogo por estas acciones. El suicida y el imprudente en moto o auto enfrentando  al tren componen otro cuadro de situación que no falta en las vías.

La crónica diaria de un viaje en tren es oscura, sórdida donde se mezclan los sonidos de los pobres, marginales y laburantes que solo se trepan a sus vagones para tratar de obtener la moneda que les permita respirar. Estos modernos medios de comunicación alojan una vieja y perversa situación donde el hambre y la desolación cobran protagonismo e igualan a una sociedad que todavía no se explica cuando acaeció ese terremoto silencioso que resquebrajó un país funcionando y determinó una actualidad donde su futuro es el pasado.

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